Lo malo de ser bueno

Uruguay se prepara para la segunda vuelta electoral. El favorito de los sondeos, Lacalle Pou, podría destronar después de 15 años al Frente Amplio. Por Federico Frau Barros.

Este domingo 24 de noviembre, Uruguay elige a su próximo presidente y hay clima de partido definido. Al calor del fogoneo de los grandes medios de comunicación, basados en encuestas unánimes, pareciera que la elección será un trámite para que el candidato del Partido Nacional, Luis Lacalle Pou, se erija como futuro jefe de Estado. Esta sensación de resultado puesto viene repitiéndose en varias contiendas a nivel continental en los últimos años, esto pasó en los recientes comicios argentinos y en los últimos balotajes de Chile y Brasil, todas elecciones en las que los oficialismos fueron derrotados.

La noche del pasado domingo 27 de octubre, minutos después de que se conocieran los resultados provisorios de la primera vuelta de las elecciones uruguayas en las que el candidato de gobierno, Daniel Martínez, se impuso con el 39,01% contra el 28,62% de su principal competidor, Lacalle Pou, y se confirmara que el nombre del futuro presidente se definiría en un segundo turno, los partidos que quedaron en el tercer y cuarto lugar, el tradicional  Partido Colorado y el nuevo experimento militar Cabildo Abierto, manifestaron públicamente su apoyo al candidato opositor.

Desde ese momento, por la suma de los votos de las distintas fuerzas, se instaló que el balotaje uruguayo está cocinado y Lacalle Pou será quien corte con la hegemonía frenteamplista que lleva tres mandatos en el poder. Lucía Topolansky, actual vicepresidenta y referente del Frente Amplio, el partido de Martínez, dijo, en una entrevista periodística a principios de este mes, que el desafío del partido gobernante “no es conveniar con los dirigentes, porque los dirigentes ya estaban conveniados antes del balotaje, aparentemente, sino dirigirse a los electorados, porque los electorados de todos los partidos, incluido el nuestro, son variopintos”.

Lo cierto es que para saber quién será el que comande los destinos de uno de los pocos países sudamericanos que no atraviesa ni atravesó una crisis reciente, habrá que esperar hasta la noche del domingo, porque hay muestras de sobra del fracaso de las predicciones de los encuestadores en los últimos tiempos, como en la reelección de Dilma Rousseff en Brasil, el Brexit en el Reino Unido y el plebiscito por los acuerdos de paz en Colombia. No es una novedad, las encuestas son hoy una herramienta más de las campañas políticas.

Pasemos a los hechos. El Frente Amplio mejoró prácticamente todos los indicadores económicos: redujo la pobreza de más del 40% con la que asumió en 2005 al 8% en 2019, que prácticamente erradicó la indigencia (0,1%), según el Instituto Nacional de Estadística de Uruguay, y aumentó la inversión en infraestructura, educación y salud. Los gobiernos frenteamplistas fueron los que lograron a acomodar ese paraíso fiscal regional que era el país y los que, al buscar nuevos socios comerciales, fueron capaces de terminar con el postulado que si Brasil o Argentina estornudaban, Uruguay se resfriaba. El fin de la dependencia absoluta que tenía con sus hermanos mayores es quizá el gran mérito de los tres gobiernos frenteamplistas y lo que permitió impulsar las transformaciones.

La fuerza política que hizo todo eso y que ganó la primera vuelta el mes pasado, ya está catalogada como perdedor para este domingo. Y, efectivamente, hay muchas posibilidades de que así sea. Entonces, ¿qué motivos llevan a que uno de los gobiernos que más modificó la realidad social en la historia del país pierda frente a un candidato de cuestionable trayectoria en la gestión política, de discurso vacío, carente de una plataforma seria de propuestas y que promete una ley de urgencia que no explicará hasta luego de las elecciones?

¿El déficit fiscal que supera el 5% del Producto Bruto Interno, quizá el talón de Aquiles del FA y la piedra sobre la que edifica su campaña el PN? ¿La influencia de los medios masivos de comunicación, opositores a un gobierno que no intervino en materia comunicacional, algo que se han replanteado varios gobiernos progresistas de la región? ¿La falta de recambio en el liderazgo del partido gobernante? ¿O el simple desgaste natural de tres mandatos seguidos del mismo partido en el poder?

Sin embargo, también podríamos afirmar que, a 15 años de la primera victoria presidencial de la coalición de centro izquierda uruguaya, después de eso no perdió nunca más una elección. La erosión lógica de una década y media en el gobierno, sumado a la dificultad que atraviesan en los últimos años los oficialismos sudamericanos para reelegirse, que Martínez haya ganado la primera vuelta y pueda convertirse en el futuro presidente, pese a que todas las encuestadoras dicen lo contrario, no es poca cosa y dice mucho de estos tres gobiernos frenteamplistas.

Los uruguayos decidirán mañana entre dos candidatos, montevideanos, profesionales, con trayectoria política, pero también entre dos modelos de país. Dos modelos claros por lo que dicen, por lo que no dicen y por sus posibles amigos y enemigos a nivel regional. El gobierno de Bolsonaro se manifestó públicamente a favor de Lacalle Pou y, su archienemigo público, Alberto Fernández, viajó a darle su apoyo a su amigo Martínez.

Las elecciones sudamericanas de esta década dejaron en claro que ya no sólo importan las propuestas, el recorrido, la preparación de los candidatos para el puesto para el que se postulan. Cada vez pesan más otros factores como el carisma, la vinculación con el electorado y, en algunos casos, la capacidad de mostrarse distinto a la clase política tradicional, algo que suele atraer a los votantes sueltos, reacios a los partidos políticos.

En ese sentido, el Frente Amplio va con el candidato presidencial menos carismático de su historia a lo que será su cuarto balotaje, hasta ahora ganó todos. Y esa falta de capacidad de Martínez de cargarse la etapa definitoria al hombro, como lo hicieron José Mujica y Tabaré Vázquez, este último en dos ocasiones, hizo que muchos de sus votantes hayan perdido la fe para este segundo turno.

Quizá esto no necesariamente tendría que ser un problema, sabemos las dificultades que han presentado los fuertes personalismos latinoamericanos en este último tiempo para sostenerse en el poder. Lo concreto es que hay poca esperanza en las redes sociales, en las calles y en algunos dirigentes oficialistas. O, al menos, mucho más apagada que en elecciones anteriores.

Ni siquiera el “voto Buquebus”, factor que fue clave en los últimos balotajes, ilusiona a los frenteamplistas. Se espera que viajen muchos uruguayos que viven en Argentina para ejercer su voto. El secretario de Organización del Frente Amplio (FA) en Argentina, Daniel Pisciottano, informó que serán entre 18 mil y 20 mil uruguayos. Pero, a diferencia de los balotajes anteriores, este voto que siempre ha sido favorable al Frente Amplio, no parece sembrar la ilusión para definir el resultado como en otras oportunidades.

Si mañana sucede lo que todas las encuestas pronostican, Lacalle Pou, un candidato de pocas luces comparado con los últimos presidentes uruguayos, como lo fueron un médico de vasta trayectoria política como Vázquez y un carismático líder mundial como Mujica, será el próximo presidente del Uruguay.

En ese caso, Uruguay tendrá como mandatario a un político que tiene pocas cosas que lo distingan, ni siquiera su condición de hijo de presidente lo hace único. Hijo del ex presidente Luis Alberto Lacalle y de la ex senadora María Julia Pou, Lacalle Pou no sería el primer hijo de un presidente uruguayo que sigue los pasos del padre. No es común, pero Uruguay tiene ya dos casos: Lorenzo Batlle y su hijo José; y Luis Batlle y su hijo Jorge. A pesar de su corta edad (46 años), Lacalle Pou tampoco será el presidente más joven de la historia uruguaya, Baltasar Brum asumió la presidencia en 1919 a sus 35 años.

Pero, si Lacalle Pou se impone mañana, sí logrará algo que nadie pudo. Pasará a los libros de historia uruguaya como presidente que logró vencer al Frente Amplio, la fuerza que rompió con el bipartidismo y que amplió derechos y mejoró indicadores como pocos gobiernos antes, pero que no supo cómo reinventarse para vencer a un candidato al que ya le había ganado 5 años antes.