Por Ariadna Taquechel
Un día agotador recorría las gotas de sudor por toda mi columna vertebral. — ¡Al fin la hora del baño! —Me gritaba mi yo interior casi sin fuerzas. Las bragas acariciaban mis piernas mientras el fuego se expandía por cada arteria de mi interior, mi sexo se empezaba a humedecer al escuchar su mensaje de voz. Mis manos comenzaron acariciar los pezones duros; un efímero cosquilleo me alertaba que no iba a esperar a que él llegara.
En definitiva, era su dueño, el que la folla duro, y no hablo de Cristhian Grey, hablo del Marqués de Sade, con la diferencia que era un dolor placentero, explotando en un orgasmo que no era de simples mortales. Mi cuerpo estaba tan adolorido que no tenía ganas de nada, pero mi yo interior era peor que el mismísimo diablo, las ganas de sexo eran irrefrenables y no podía tapizarlas con la típica frase «las mujeres no se masturban».
Continuaba jugando con mis pezones, dibujaba en forma dislocada hasta llegar a mi sexo, estaba muy húmedo y sólo quería llenar el vacío en mi interior. Al rozar mi clítoris con la yema de los dedos, pretendía apagar el fuego echándole más leña. Reprimir los gritos me excitaba aún más. «Con la comida no se juega», mascullaba mi yo interior y mis labios se curvaban al sentir mi vientre tensarse cada vez más.
Yo me divertía, pero la anfitriona del espectáculo esta vez, literalmente era yo. De sopetón me introduje dos dedos, mi sexo los absorbió, jugaba con las paredes de mi vagina y dejando la modestia a un lado, lo hacía mejor que él. La saliva apenas hizo falta, y ya sentía como llegaba a la cima del remolino cuando mi mano estaba literalmente dentro de mi sexo. La sensación no la puedo describir, placer más lujuria, más movimientos duros. Mi yo estaba sentada en la esquina del trono, con su piernas cruzadas, sus labios dibujaban pequeños círculos en el aire mientras brindaba con un trago de tequila, limón y sal «a mi salud», tomándoselo de un viaje.
Segundos, minutos, no sabría decir el tiempo en que tarde en llegar al orgasmo, estaba extasiada pero quería más, mucho más y no estaba dispuesta a quedarme con ellas. Adicta al sexo, ninfómana me valía madre las etiquetas, por ende empecé a recorrer el mismo camino, pero esta vez fue diferente, porque a pesar de estar muy mojada sentía la necesidad de la adrenalina. «El morbo de tener sexo anal», gritaba mi yo. Aprovecho para decir que sí, entre cuatro paredes no tengo límites para el sexo.
Me introduje dos dedos en mi vagina y otro, en el que ¡denominé mi punto G! Era la combinación perfecta; el cielo era muy noble para mí y mis oscuros deseos, los demonios que llevaba dentro se desataban cuando me dejaba dominar por mi yo interior.
— ¡Me oriné! —exclamé sin temor a nada, sumergida en mi propio placer. Y de nuevo estaba el metiche de mi yo interior mascullando que no era más que un volcán en erupción, había traspasado el sexo típico de las grandes sociedades. ¡Ojo, no era un simple orgasmo, era un orgasmo infinito».
El agua helada sofocaba el éxtasis del placer, no satisfecha del todo, pero por primera vez sentía esa sanción de felicidad, era multiorgásmica y en veintitrés años no lo sabía. Ya no sentía la necesidad de tener un amante para tener sexo, mi yo interior me había dado una lección, más que eso, era morbosa la idea de saciarme las ganas de sexo, sin dejar de reconocer la otra parte de la carátula, ¡él o ellos!
De Valérie Tasso aprendí que el sexo no es un tabú, y sí, al final el cuerpo no tiene normas que lo regulen, con solo mirar podía atrapar a la presa y devorarla donde fuera, para mí era una forma de vida. ¡Ya no me importaba el qué dirán!
¿Quién diría que mirando una foto de mí, tomada al estilo-romántico al salir del baño, iba a recordar lo estremecedor que fueron esos minutos? Con una taza de café, sentada en el computador, escribía esta morbosa y real historia.
La Habana, Cuba.
Escritora / estudiante de Derecho.